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By Mark Twain

En «Las aventuras de Tom Sawyer» Mark Twain recreo una época de cercas enjalbegadas y picnics dominicales en l. a. parroquia, cuando el trasiego de l. a. vida desbordaba el Mississippi y los angeles esclavitud estaba a los angeles orden del día; eran los años del «antebellum», antes de que los angeles guerra de Secesión transformara los angeles historia de Estados Unidos. Sin embargo, mientras Tom Sawyer forma una banda de piratas para ir en busca de un tesoro enterrado, o cuando esta en casa compartiendo un brebaje con el gato de su tía Polly, lo que se proyecta no es solo el mundo rural de los estado sureños en el siglo XIX, sino los angeles ilusión de una infancia eterna. Esta edición, en una traducción de Simón Santainés, se abre con una introducción del reconocido experto en Mark Twain R. Kent Rasmussen, donde defiende los angeles capacidad del autor de fascinar a lectores de cualquier edad a través de una mirada irónica que contrasta con las fechorías de Tom Sawyer, uno de los personajes mas emblemáticos de los angeles literatura estadounidense.

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Reunió un cortejo de muchachos interesados en l. a. exhibición, y uno de ellos, que se había cortado un dedo y había sido objeto de fascinación y de homenaje hasta aquel momento, de repente se encontró sin partidarios y despojado de su gloria. Estaba apesadumbrado y dijo con un desprecio que no sentía que escupir como Tom Sawyer no tenía importancia; pero otro rapaz exclamó: �... cube que son verdes», y tuvo que desaparecer, héroe desencumbrado. Poco después se tropezó con el joven paria del pueblo, Huckleberry Finn, el hijo del borracho neighborhood. Huckleberry period cordialmente odiado y temido por todas las madres del pueblo, porque period vago, ordinario y malo, vivía al margen de los angeles ley, y todos sus hijos lo admiraban, disfrutaban de su compañía prohibida y deseaban atreverse a ser como él. Tom period como el resto de los chicos respetables en lo de envidiar a Huckleberry su deslumbrante condición de proscrito, y había recibido órdenes estrictas de no jugar con él. En consecuencia, jugaba con él cada vez que tenía oportunidad. Huckleberry siempre vestía ropa vieja de hombres adultos, los angeles cual estaba en perenne floración y revoloteo de andrajos. Su sombrero period una vasta ruina con un solo pedazo de ala en forma de media luna; su chaqueta, cuando los angeles llevaba, le colgaba casi hasta los talones y los botones posteriores le llegaban hasta mucho más abajo de l. a. espalda; solo un tirante le aguantaba los pantalones, cuyo trasero formaba una bolsa muy baja que nada contenía, y las perneras terminadas en flecos se arrastraban por el barro si no estaban arremangadas. Huckleberry iba y venía a su libre antojo. Dormía al pie de las puertas cuando hacía buen tiempo, y en barriles vacíos si llovía; no tenía que ir a l. a. escuela ni a l. a. iglesia, ni soportar a ningún maestro ni obedecer a nadie; podía ir a pescar o a nadar cuando y a donde le viniese en gana, y quedarse allí el tiempo que le apeteciera; nadie le prohibía pelearse; podía tardar en acostarse el tiempo que gustara; siempre period el primer muchacho que iba descalzo en primavera y el último en calzar zapatos en otoño; nunca tenía que lavarse ni ponerse ropa limpia y podía jurar con una maravillosa libertad. En una palabra: el muchacho tenía todo cuanto da valor a l. a. vida. Eso pensaba cualquier chico acosado, aprisionado y respetable de San Petersburgo. Tom saludó al romántico proscrito. —Hola, Huckleberry. —Hola, chico. �Qué te parece esto? —¿Qué llevas ahí? —Un gato muerto. —Déjamelo ver, Huck. �Caracoles, qué tieso está! �Dónde lo has encontrado? —Se lo compré a un chico. —¿A cambio de qué? —De un billete azul y una vejiga que encontré en el matadero. —¿Dónde encontraste el billete azul? —Se lo cambié a Ben Rogers hace dos semanas por un aro de hierro. —Oye, Huck, �tú sabes para qué sirven los gatos muertos? —¿Para qué? Curan las verrugas. —¿De veras? Yo sé algo mejor. —Apuesto a que no. �Qué es? —Agua de yesca. —¡Agua de yesca! Yo no daría nada por el agua de yesca. —Conque no, �eh? �La has probado alguna vez? —No, yo no. Pero Bob Tanner sí. —¿Quién te lo ha dicho?

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